El cadáver viviente

Pu Songling

Traducción de Manuel Pavón Belizón

        Un anciano de la aldea de Caidian, en la comarca de Yangxin, abrió con su hijo una venta de carretera a unas millas entre la aldea y la capital comarcal para alojar a los comerciantes ambulantes. Muchos carreteros marchantes solían pernoctar allí.
        Un día al anochecer, cuatro hombres llegaron a la venta en busca de alojamiento. El anciano ventero les dijo que ya no quedaban habitaciones, pero temiendo que no encontrarían ningún otro lugar donde resguardarse, los cuatro viajeros insistieron para que les dejara quedarse. Finalmente, el viejo cedió y les ofreció un lugar, aunque advirtiéndoles de que el sitio podría no ser de su agrado. «Aunque sea un cobertizo, nos da igual, no estamos como para andar con delicadezas», le respondieron los viajeros.
        Casualmente, la nuera del anciano acababa de morir; habían dejado el cadáver en una pequeña habitación mientras el hijo iba a comprar el ataúd. El ventero condujo a los cuatro a dicha habitación, al otro lado de la calle.
        Al entrar en el lugar, los huéspedes vieron una mesa sobre la cual ardía una lámpara de aceite; tras ella, un dosel dejaba separado el lecho donde yacía el cadáver, cubierto con una colcha de papel.
        A un lado de la habitación vieron otra alcoba con un gran camastro. Agotados por la caminata, los viajeros apenas reposaron sus cabezas en la almohada y se quedaron dormidos entre sonoros ronquidos.
        Uno de ellos permanecía en duermevela cuando, de pronto, oyó un ruido seco que llegaba desde el lecho mortuorio. Con un escalofrío, abrió los ojos y, a la luz de la lámpara de aceite, pudo ver cómo el cadáver de la mujer se levantaba de debajo de la colcha, bajaba del lecho y caminaba en dirección a la alcoba donde dormían él y sus compañeros.
Su rostro desprendía un reflejo dorado y sobre la frente llevaba una cinta de seda pura. Al alcanzar el camastro, la mujer fue soplando sobre cada uno de los tres huéspedes que dormían. Atemorizado, cuando fue acercándose a él, el cuarto huésped tiró hacia arriba de su colcha hasta cubrirse la cabeza y, aguantando la respiración, se quedó escuchando. Un instante después, notó cómo la difunta se le acercaba y, al igual que con sus compañeros, sopló sobre él. Acto seguido, le pareció que la mujer se encaminaba hacia fuera de la alcoba y pudo oir el ruido de la colcha de papel que cubría el cadáver. Al sacar la cabeza para mirar, vio que la difunta estaba de nuevo rígida sobre el lecho. Lleno de terror, sin atreverse a emitir ni el más ligero ruido, dio varios puntapiés a sus compañeros, pero éstos no se movieron lo más mínimo. Desesperado, decidió agarrar su ropa y salir corriendo. Al levantarse, cuando se disponía a vestirse, oyó de nuevo aquel ruido seco. Aterrorizado, volvió a meterse en el camastro y hundió su cabeza bajo la colcha. Otra vez, notó cómo la mujer muerta se le acercaba y volvía a soplarle, ahora con más insistencia, y acto seguido regresaba a su lecho. Esta vez, el huésped sacó lentamente la mano de debajo del edredón y, alcanzando a agarrar la ropa, salió corriendo descalzo. De pronto, la difunta se levantó tras él. Para cuando la mujer había salido del dosel, el huésped ya había abierto el cerrojo de la puerta y salido corriendo. La difunta salió a perseguirlo.
        El hombre corría, pero sus gritos no bastaban para que nadie en el pueblo saliera en su auxilio. Pensó en llamar a la puerta del ventero, pero temía que la difunta lo alcanzara si se detenía a hacerlo, por lo que siguió huyendo por el camino que llevaba hacia la ciudad. Al llegar a los suburbios al este, alcanzó a ver un templo, desde el que se oía el toque del pez de madera que los monjes golpeaban en sus plegarias. Nervioso, se lanzó a llamar a la puerta, pero los monjes juzgaron la situación demasiado extraña y no lo dejaron pasar. El hombre volvió la vista atrás por un instante y pudo ver a la difunta ya próxima. Desahuciado, sin más escapatoria, vio que junto a la puerta había un álamo de más de un metro de grosor y se parapetó tras él, desplazándose hacia izquierda o derecha para zafarse del alcance de la difunta, que se mostraba cada vez más furiosa. El agotamiento iba haciendo mella cuando, de pronto, el cadáver se detuvo en seco. El hombre se quedó escondido tras el árbol, sudoroso. Mientras intentaba recuperar el aliento, de súbito, la difunta recobró bruscamente el movimiento, estirando los brazos por ambos lados del árbol en un intento por atraparlo. Totalmente horrorizado, el huésped se desmayó. El cadáver, sin embargo, permaneció agarrado al tronco del árbol, como si se hubiera quedado incrustado.
        Los monjes habían estado escuchando a escondidas durante un buen rato; cuando el tumulto cesó, salieron a tientas al lugar donde el hombre yacía. Al acercar una lámpara, lo creyeron muerto, pero luego notaron que su corazón latía levemente. Lo llevaron al interior del templo y, ya al final de la noche, recobró la consciencia. Los monjes le dieron un caldo y le preguntaron por lo ocurrido. El hombre les relató toda la historia.
        Cuando ya había sonado la campana que marcaba el alba, con la bruma del amanecer, los monjes salieron a inspeccionar el árbol y vieron que la difunta seguía allí como incrustada. Asombrados, dieron cuenta al magistrado, quien acudió en persona a indagar en el lugar. El magistrado ordenó a sus subalternos que retiraran las manos de la mujer, pero fueron incapaces de conseguirlo. Al observar con más detalle, comprobaron que los cuatro dedos de ambas manos estaban clavados como puntillas, con las uñas completamente incrustadas en la madera. Tuvieron que recurrir a la fuerza conjunta de varios hombres para conseguir retirar finalmente el cadáver. Los agujeros en los que se habían incrustado los dedos parecían haber sido taladrados. Un sirviente fue enviado a buscar al anciano en la venta, donde se había formado un enorme alboroto por la desaparición del cadáver y tras hallar a los tres huéspedes muertos. El sirviente contó lo ocurrido y el anciano regresó con él para llevarse el cadáver de vuelta.
        El cuarto huésped, llorando, dijo al magistrado: «Éramos cuatro cuando salimos y ahora volveré yo solo; ¿cómo van a creer en mi pueblo lo que ha pasado?». Por ello, el magistrado le expidió un certificado y le entregó dinero y víveres para el camino de regreso.

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Texto original:

聊齋志異《尸變》

蒲松齡(著)

        陽信某翁者,邑之蔡店人。村去城五六里,父子設臨路店,宿行商。有車伕數人,往來負販,輒寓其家。一日昏暮,四人偕來,望門投止,則翁家各客宿邸滿。四人計無復之,堅請容納。翁沉吟思得一所,似恐不當客意。客言:「但求一席廈宇,更不敢有所擇。」時翁有子婦新死,停尸室中,子出購材木未歸。翁以靈所室寂,遂穿衢導客往。入其廬,燈昏案上;案後有搭帳衣,紙衾覆逝者。又觀寢所,則復室中有連榻。四客奔波頗困,甫就枕,鼻息漸粗。惟一客尚朦朧。忽聞靈床上察察有聲,急開目,則靈前燈火,照視甚了:女尸已揭衾起;俄而下,漸入臥室。面淡金色,生絹抹額。俯近榻前,遍吹臥客者三。客大懼,恐將及己,潛引被覆首,閉息忍咽以聽之。未幾,女果來,吹之如諸客。覺出房去,即聞紙衾聲。出首微窺,見僵臥猶初矣。客懼甚,不敢作聲,陰以足踏諸客;而諸客絕無少動。顧念無計,不如著衣以竄。裁起振衣,而察察之聲又作。客懼,復伏,縮首衾中。覺女復來,連續吹數數始去。少間,聞靈床作響,知其復臥。乃從被底漸漸出手得褲,遽就著之,白足奔出。尸亦起,似將逐客。比其離幃,而客已拔關出矣。尸馳從之。客且奔且號,村中人無有警者。欲扣主人之門,又恐遲為所及。遂望邑城路,極力竄去。至東郊,瞥見蘭若,聞木魚聲,乃急撾山門。道人訝其非常,又不即納。旋踵,尸已至,去身盈尺。客窘益甚。門外有白楊,圍四五尺許,因以樹自幛;彼右則左之,彼左則右之。尸益怒。然各浸倦矣。尸頓立。客汗促氣逆,庇樹間。尸暴起,伸兩臂隔樹探扑之。客驚仆。尸捉之不得,抱樹而僵。

  道人竊聽良久,無聲,始漸出,見客臥地上。燭之死,然心下絲絲有動氣。負入,終夜始蘇。飲以湯水而問之,客具以狀對。時晨鐘已盡,曉色迷蒙,道人覘樹上,果見僵女。大駭,報邑宰。宰親詣質驗。使人拔女手,牢不可開。審諦之,則左右四指,並卷如鉤,入木沒甲。又數人力拔,乃得下。視指穴如鑿孔然。遣役探翁家,則以尸亡客斃,紛紛正嘩。役告之故。翁乃從往,舁尸歸。客泣告宰曰:「身四人出,今一人歸,此情何以信鄉里?」宰與之牒,齎送以歸。