La oscura llamada

Can Xue 残雪

[pefil de la autora]
Traducción de Manuel Pavón-Belizón

Al despertar, el bueno de Muxi se encontró tumbado en una barcaza de madera a flote sobre un río oscuro. Sus plácidas aguas estaban muy sucias y el cauce era tan ancho que no se alcanzaba a ver las orillas. No había ningún otro barco a la vista. El sol del ocaso descendía allá por los confines de poniente como un botoncito colorado sumiéndose en la inmensa negrura del agua.

Muxi se incorporó para sentarse. Recordó cuánto había deseado que llegara este día, pero la espera había sido tan larga que, en algún momento, había dejado de echarle cuenta. Con todo, allí estaba, por fin. Echó un vistazo a su alrededor. Parecía que el río no tenía corriente y la barcaza permanecía quieta. No había remos a bordo. Por momentos, le daba en la cara una ráfaga de viento como llegada de ninguna parte. Solo en esos instantes, el aire amagaba con mover un tanto la barcaza, pero pronto volvía a detenerse. «Este sitio es un fastidio», pensó Mu Xi para sus adentros. De repente, desde algún lugar que no pudo determinar, le llegó el débil sonido de una voz que lo llamaba: «Muxi… Mu…». Sintió un escalofrío que lo dejó totalmente paralizado, mientras la voz reverberaba sin cesar en sus oídos. El sonido de aquella voz oscura le fue nublando poco a poco la visión y sintió que su cuerpo perdía fuerzas. En un último esfuerzo por aguantar, gritó una sílaba: «Zhuoooooo». Acto seguido, se desplomó como un leño contra la cubierta. Y así, con las esferas de los ojos clavadas en dirección al cielo plomizo, fue adentrándose en los pasajes de su memoria.

Más de diez años atrás, Muxi heredó cierta cantidad de dinero. Se asoció con un amigo y la invirtió en comprar un erial donde cultivarían maíz. Decididos, se pusieron de inmediato manos a la obra. Pero la Naturaleza parecía llevarles la contraria y, durante cuatro años seguidos, el mal tiempo no dejó germinar prácticamente nada. Ante la adversidad, Muxi y su amigo se apoyaban el uno al otro y siguieron adelante con la faena. Por fin, al quinto año, su constancia se vio recompensada con una cosecha abundante. Cuando se disponían a recogerla, el amigo de Muxi se sacó de la manga un método para repartirla: él se quedaría con tres cuartas partes de la cosecha. Por si fuera poco, acusó a Muxi de ser un vago e incluso dio a entender que el dinero con el que compró la parcela lo había conseguido de manera poco honrosa. Todo ocurrió a la velocidad de un rayo. En la disputa, todos los aldeanos se pusieron del lado del amigo. Muxi sabía bien por qué –él estaba solo, no tenía esposa ni familia, y en el campo la gente no mira con buenos ojos a los hombres solos como él. Así las cosas, Muxi no tuvo más remedio que ver cómo su amigo arramblaba con la cosecha entera. «¡No vuelvas a acercarte por aquí! –le espetó a Muxi–. ¡La cosecha es mía, lo mismo que la parcela!». Toda la aldea apoyaba al amigo. Tras encadenar varias noches de insomnio, Muxi acabó matando a su antiguo amigo con una hoz. Fue así como dio comienzo su largo periplo como fugitivo.

Muxi marchaba siempre por senderos de montaña que discurrían entre densos bosques primigenios. No tenía miedo de extraviarse, de hecho, tanto mejor si se perdía, pues de esa manera nadie daría con él. Al cabo de varios meses de idas y venidas, las plantas de los pies se le volvieron duras como el hierro y desarrolló un estómago como de animal que le permitía subsistir a base de comer hojas. Durante aquel tiempo, una sombra terrible se cernía sobre él, empujándolo a una huida desesperada. Por extraño que pareciera, los animales del bosque no le hacían daño; cada cual recorría su camino y coexistían en paz. Un día por la tarde, al salir de una arboleda, oyó el débil sonido de un gong. Temiendo que vinieran a atraparlo, se lanzó a esconderse entre unos matorrales. Se trataba de una compañía de comediantes que hacía camino de noche. La compañía pasó de largo, charlando y riendo distendidamente. ¿Y si el asesinato ya había caído en el olvido? Quizá nadie en la aldea llegó nunca a plantearse denunciarlo ni arrestarlo. Quizá el bosque en el que se encontraba en aquel preciso momento estuviera ya lejos, muy lejos de su aldea. Cabían muchas posibilidades, pero Muxi nunca se detuvo a sopesarlas, ni una vez. Lo que hizo había sido tan grave que no había lugar para el perdón, pensaba. Con esta convicción, marchaba a toda prisa entre los matorrales, cubriéndose el cuerpo de rasguños sanguinolientos. Su temperamento le hacía daño y no le quedaba más remedio que mantenerse oculto lejos de la multitud. Pasó años comiendo del viento y bebiendo del rocío de la mañana. El cuerpo se le fue cubriendo con un denso pelaje. Llevaba la ropa hecha trizas, de manera que aquel largo pelo marrón le asomaba por entre las roturas. Un día al bañarse en el río, se llevó un buen susto al ver su propio reflejo. Pero, tras observarse con más detenimiento, se sintió enormemente liberado. Desde aquel día en adelante, dejó de vestir con ropa y, cuando se topaba con alguien, ya no sentía miedo, pues sabía que ya nadie lo reconocería. Aun así, en su tozudez, seguía convencido de que era imposible salir inmune con su crimen. A esas alturas, cambiar su forma de pensar era ya algo imposible.

La vida en el bosque era muy aburrida. No estaba acostumbrado a comer carne, menos aún cruda, por eso no cazaba animales pequeños. Su cometido diario consistía en buscar hojas tiernas para comer. Además, detestaba quedarse en un mismo lugar, necesitaba tener cierta sensación de novedad, por eso caminaba día tras día sin pausa, recogiendo hojas por el camino para alimentarse y mantener las fuerzas. A menudo se topaba con
algunas personas que, siempre y sin excepción, salían huyendo en todas direcciones, gritando aterradas. Esas situaciones le producían a Muxi una inexplicable satisfacción. Las noches, por el contrario, le resultaban insoportables; no por el clima, pues el bueno de Muxi ya se había acostumbrado al viento y la lluvia, al calor sofocante y al frío glacial, y cuando en invierno escaseaban las hojas tiernas, se alimentaba de las secas −contaba con un estómago muy resistente. El motivo de aquella angustia nocturna era la sensación de hallarse en suspenso. Cuando se adentraba en sus sueños, sentía con claridad que flotaba en el aire, y todo lo que quedaba allá abajo –los aldeanos afanándose en los campos, los niños descalzos por entre los surcos de la tierra, el humo grisáceo que escupían las chimeneas− le era indiferente. Suspendido en el vacío, lo invadía el vértigo y sentía que las entrañas se le desparramaran por el aire. Al notarlo, despertaba presa del pánico. Así transcurrían todas sus noches desde que huyó al bosque. Al despertar por la mañana, con la cara pálida y el cuerpo tembloroso y engarrotado, apenas podía caminar, como si estuviera enfermo del tifus. Con gran esfuerzo, recogía gran cantidad de hojas para reponer las fuerzas que había perdido durante la noche. Poco a poco, iba recobrando la vitalidad hasta que, llegada la tarde, recuperaba por completo el brío. Muxi fue pasando un mes tras otro, año tras año sumido en ese círculo vicioso. Cuando la desesperación le asaltaba, solía soñar con un lugar que nadie pudiera concebir ni recordar, un lugar donde no se oyera el silbido del viento entre las montañas, donde no viera las hojas cambiar de color con el devenir de las estaciones, donde la tierra y el cielo fueran uno solo. Puede que en dicho lugar no volviera a sentirse suspendido en el vacío ni se viera forzado a comer tantas hojas.

Al cabo de muchos años, volvió a su aldea. No lo hizo aposta, él nunca elegía el camino. Este regreso era una mera casualidad. Él mismo se quedó atónito un buen rato. Sobre aquella colina tan familiar, pudo ver la casita tejada donde vivió y a algunos de los aldeanos. Permaneció de pie anonadado durante unos instantes. Pensó en lo extraño que había sido vivir entre aquella gente, cuando los días transcurrían como si fueran años. No le apetecía en absoluto volver a echar una ojeada, ni aunque lo hubieran eximido de su crimen. Para él, regresar resultaba absurdo. Además, ya hacía mucho que se había desacostumbrado. Tranquilamente, se zambulló para bañarse en el arroyo a la entrada de la aldea; luego, marchó de regreso a la montaña. Lo vieron muchos aldeanos, pero ninguno lo reconoció. Aquello pasó hacía tanto tiempo que ya nadie podía sospechar. Aquella noche, los aldeanos se encerraron bien temprano en sus casas. Todos hablaban del hombre salvaje. Muxi permaneció unos días más por las montañas de su aldea, pero pronto se hartó y puso rumbo hacia el norte, donde los bosques eran más frondosos. Mientras se alejaba de la que había sido su aldea natal, oía a sus espaldas el ruido ensordecedor de los petardos. Los aldeanos los encendían para ahuyentar al hombre salvaje y armarse de valor. Muxi se rió y, entre la humareda de la pólvora, siguió caminando deprisa en dirección al norte.

Por extraño que parezca, en la aldea ya se habían olvidado del asesinato y del partido que habían tomado en la disputa. Pero no se habían olvidado de Muxi. En las leyendas que contaban, lo habían idealizado poco a poco hasta elevarlo a la condición de un héroe del bosque, intrépido y audaz. Cierto día, colgaron toda clase de carteles invitando a Muxi a regresar a su hogar, entre la gente. Pero el bueno de Muxi ya se encontraba lejos y no llegó aquellos carteles. Y aun si los hubiera visto, no se habría creído aquel supuesto indulto. Estaba seguro de conocer en profundidad el alma humana. Aquel no era el sitio adonde quería ir, él quería marchar a un lugar olvidado por completo, donde cielo y tierra fueran uno solo. Muxi notó que, de un tiempo a esa parte, su apetito había aumentado y que la sangre que corría por sus venas se había reverdecido –lo supo cuando, en una ocasión, se punzó el dedo con una zarza. La sensación de terror por las noches  también se había acrecentado. La nítida separación entre el cielo y la tierra lo mantenía luchando desesperadamente en el vacío, sumido en el terror y el desconcierto.

Al principio de su vida en el bosque, Muxi solía hablar consigo mismo. La claridad de la lengua que había usado en el pasado, cuando vivía entre la gente, ejercía sobre él un fuerte magnetismo. Pero, con el paso del tiempo, sus ganas de hablar fueron diluyéndose. Un día, se dio cuenta de que no podía pronunciar una sola palabra. Intentó volver a usar el lenguaje que le había servido en el pasado para pensar, pero aquel lenguaje se había esfumado de su cabeza. A duras penas logró pronunciar algunos monosílabos, ta, ta, ta, como el balbuceo de un bebé. A pesar de todo, Muxi no tardó en reconocer los beneficios de haber olvidado el lenguaje: su garganta se había vuelto tosca pero natural y, a menudo, ni siquiera necesitaba pensar para emitir sonidos que, sin dificultad, daban cuenta exacta de sus deseos. Así se pasaba el día entre rugidos, berreos y bramidos, en la libertad más absoluta. Un día, pasados muchos años, sintió en sueños una enorme alegría por no haber regresado a su aldea. No soportaba los sonidos que armaba con la garganta aquella masa de gente. Aquellas voces le resultaban estridentes y molestas, un alarde técnico de lo más insulso, y hasta los niños tenían que retorcer extrañamente los labios para pronunciar aquellos extravagantes sonidos. Cuando recordaba que él, ahora oculto en el bosque, también solía hablar así, se ponía colorado de la vergüenza y no sabía dónde meterse.

Aunque aquellos sucesos habían ocurrido hacía ya muchos años, la idea de la venganza permanecía claramente en su cabeza. Muxi era un rencoroso nato. Innumerables veces, en la efímera duermevela, se enfrentaba a su enemigo y, enzarzado en aquella lucha sangrienta, gritaba ferozmente. Innumerables veces pudo sentir el orgullo del triunfo y la humillación de la derrota. Era precisamente en esos efímeros instantes entre el sueño y la vigilia cuando su breve vida como humano volvía a cobrar forma. Al despertar, sus deseos guerreros se esfumaban por completo sin dejar rastro. Entonces, al recordar que él mismo había dado ya muerte a su enemigo, sentía cierta incredulidad: ¿y si no fue él quien lo mató? ¿Y si su apropiación de la parcela no fue más que una ilusión… Creíble o no, fue aquel suceso lo que lo empujó a marcharse, de eso estaba seguro, y en su interior, se sentía infinitamente afortunado por ello. Igual que se negaba a creer que lo hubieran indultado, el terco Muxi tampoco tenía intención de reconciliarse con su rival. Menos aún en la oscuridad de la noche, cuando quedaba suspendido en el vacío y sentía, clara y sin ambages, la sensación de hallarse frente a frente con su enemigo, entre dos mundos totalmente aislados. En esos instantes, solía maquinar en su mente estratagemas imposibles para aniquilar a su rival; las ensayaba una y otra vez; las descartaba; las volvía a probar y las desechaba otra vez. De esta manera, buscaba ahogar el terror que sentía en su interior y olvidar que se hallaba suspendido en mitad del vacío.

Un día, cuando ya llevaba medio mes de camino hacia el norte, se topó con un corro de gente en un claro del bosque. Con las manos como un altavoz alrededor de la boca, gritaban en el vacío: «¡Muxiiiii! ¡Muuuuuxiiiiii…!» Boquiabierto, Muxi percibió algo familiar en aquellos gritos, apenas una reminiscencia distante y borrosa. No podía entender la llamada. Además, aquella gente le resultaba extraña. Sus voces no le parecían tan desagradables como las de la gente corriente, aunque se le antojaban demasiado mecánicas, gritando siempre lo mismo, «Muxi», de la misma manera y sin variar la entonación. No le acababa de gustar. Los observaba agazapado desde la arboleda, conteniéndose, en espera de que alguno de ellos emitiera un sonido algo distinto. Pero ninguno de ellos era consciente, absortos como estaban en su propio juego, y seguían gritando sin parar «¡Muxiiiii! ¡Muuuuuuxiiiiii…!». Entre las llamadas, se dejaban oír aquí y allá voces infantiles. Preso de la rabia, Muxi salió impulsivamente de su escondrijo y se abalanzó en medio de aquel corro gritando «¡Aaaaarrrgh! ¡Grrrrrr!  ¡Aaaaaaaaaarrrrrgh!» Al ver al peludo salvaje, con aquellos gritos que se expandían entre las montañas, salieron todos huyendo como enloquecidos ladera abajo, dejándose los zapatos en la carrera. Muxi contempló con desprecio cómo se alejaban, y dejó salir tranquilamente una sílaba: «Zhuo». Esa sílaba lo estremecía por dentro.

Aquellos sombríos recuerdos seguían afligiendo al bueno de Muxi, y más concretamente por la noche en unos sueños que le parecían una tortura interminable. Solo después de innumerables vivencias, Muxi se dio cuenta de que la causa de su temor no era quedar suspendido en el vacío, sino hallarse frente al sombrío mundo humano que quedaba allá abajo. Esa situación le hacía sentirse como un condenado a muerte próximo a su ejecución. Entre sus borrosas e infundadas memorias, sin saber bien por qué, emergió aquel río. Recordó que su caudal era capaz de borrar todo vínculo de la memoria con el mundo. Muxi lo recordó vagamente y se decidió a partir en busca de aquel río.

Pasaron muchos, muchos años. Muxi había recorrido innumerables montañas. Cada vez que llegaba a una, la escalaba otear desde lo alto los alrededores. Vio muchos ríos, todos diferentes, pero ninguno de ellos era el que buscaba, en absoluto. Hasta aquellas riberas llegaba esa voz distante, «¡Muxi! ¡Muxiii!» La llamada fue volviéndose más y más oscura, reverberando largamente en el vacío. Muxi frunció el ceño; se sentía tremendamente deprimido, detestaba aquella voz. A partir de cierto momento –no sabría decir cuándo−, comenzó a notarse cada vez más débil y a perder poco a poco el apetito. A veces, pasaba días enteros sin llevarse ni una hoja a la boca. Pero él proseguía sin pausa su camino, totalmente absorto. Se mantuvo por un largo tiempo en ese estado de debilidad. Entonces, un día, vio su propio reflejo en las aguas de un riachuelo en el bosque. Parecía la imagen de un fantasma. De cabeza para abajo, estaba casi a punto de desvanecerse; no quedaban más que unos palillos flacos, una carcasa rectangular y unos pequeños granos, todo ello cubierto por un largo pelaje. Cerró los ojos, no quería seguir mirando. Era obvio que su cuerpo tenía cada vez menos fuerzas para soportar el enorme desgaste de la noches. Estaba desapareciendo. Volvió a escuchar la lejana llamada desde fuera del bosque. Ahora, aquella voz oscura sonaba llena de presagios. Incapaz de aguantarla, se tapó los oídos.

La mañana en que cayó la helada sobre el bosque, Muxi se recostó dentro de un tronco hueco. Se tapó firmemente los oídos con las manos para no escuchar aquella llamada insoportable que el viento le traía desde lejos. Con los ojos abiertos, recostado en mitad de aquella oscuridad con un intenso olor a madera podrida, emitía un débil murmullo, apenas un gruñido o un lamento. Se giró para mirar fuera del tronco y contempló la escarcha que cubría la tierra y a los animalillos en busca de comida. Era pleno día y los rayos del sol penetraban en el interior del tronco. Muxi pudo ver su propio cuerpo, próximo a desaparecer por completo. Tenía los dedos de las manos y los pies tan flacos como cerillas y tan ennegrecidos como la corteza decrépita de un árbol. Comenzó a dudar de la existencia de aquel río que cercenaba la memoria, pues no confiaba siquiera en sus propios recuerdos. Finalmente, sintió con absoluta certeza que los milagros eran ya imposibles. Cerró los ojos y, sumido en el terror, esperó la llegada del vacío postrero. No olvidó en ningún momento taparse los oídos con aquellos dedos flacos como cerillas. Imposible olvidar nada. Por primera vez en su vida, se quedó dormido a plena luz del día, musitando en sueños, mientras fuera del tronco soplaba un viento gélido. Muxi se adentró en aquella ensoñación en la que despertaba a bordo de una barcaza sobre un río oscuro, y aquella ensoñación dio inicio a todo lo que aquí se ha escrito. 

Publicado originalmente en la revista Changjiang Wenyi (长江文艺), 1994/8.
Traducción publicada originalmente en RCT-Revista China Traducida, nº 3-4 (2016), pág. 29-32.